por Juan Jované
Panamá es un país con una extrema concentración de los ingresos. Es así que, de acuerdo a estadísticas recopiladas por la Cepal, mientras que al 10% más pobre de la población le corresponden apenas el 1% de los ingresos, el 10% más rico acapara el 40.2% de los mismos. Dicho en otras palabras por cada balboa que se gana el primer grupo el segundo obtiene cuarenta balboas. Se trata, además, de una elite económicamente dominante, la cual históricamente ha utilizado su poder económico para dominar en la esfera política, con el fin de reproducir y acrecentar su status económico.
Consecuentemente, de acuerdo a información recopilada por el FMI, Panamá tiene la tasa de impuestos sobre la renta más baja en Centroamérica para las corporaciones y las personas de los más altos niveles de ingreso. Si la comparación se hace con el conjunto de América Latina se observa, entonces, que las tasas correspondientes a Panamá están por debajo del promedio de la región.
La tendencia hacia la voracidad de los sectores económicamente dominantes aparece nítidamente dibujadas en las resientes discusiones en torno al sistema de seguridad social, catalizadas por la discusión en torno al impuesto sobre la gasolina. Lo que, para cualquier observador independiente, resalta a la vista es el interés que tienen estos sectores de que la solución no contenga un efectivo componente de redistribución del ingreso, ni por un compromiso real con la solidaridad. No extraña, entonces, que el más alto representante de los comerciantes del país haya propuesto que el incremento de las pensiones se financie con una reducción a los subsidios, enfatizando, desde luego, en los que benefician a los consumidores más pobres de energía eléctrica y a quienes utilizan el tanque pequeño de gas. En pocas palabras, el necesario aumento a las pensiones lo deben pagar los más pobres, incluyendo a los propios pensionados. La naturaleza cerrada, carente de sentido de equidad y justicia social también aparece claramente en la posición manifiesta del representante de los industriales, quien recientemente declaró que “espera que no les quiten los incentivos a la empresa privada ni a las industrias”.
Estos representantes de los sectores económicamente dominantes olvidan, para su beneficio, que el origen del problema está en las decisiones que ellos mismos tomaron en una colusión abierta con el entonces gobernante PRD y el ahora Partido Panameñista, dando lugar a la Ley 51 Del 27 de diciembre de 2005. Esta Ley dividió el programa de Invalidez Vejez y Muerte en dos subsistemas. El primero es el de beneficio definido, el cual sigue un esquema efectivamente solidario, mientras que el segundo, calificado de mixto, es un sistema en el que predominan las cuentas individuales y la carencia de solidaridad.
La Ley 51 determinó que las finanzas de los dos sistemas están absolutamente separadas y que, además, todas las personas nuevas que ingresaran en el sistema deberían hacerlo al llamado sistema mixto. Fue de esta manera que la colusión entre la partidocracia y los sectores económicamente dominantes firmaron la sentencia de muerte del subsistema solidario, ya que lo condenaron a tener que atender a un cada vez más grande numero de pensionados, sin poder contar con un mayor número de cotizantes, los cuales, como es lógico, tenderían a decrecer en el tiempo. Más aún, con pleno conocimiento de causa, no establecieron lo que es usual en estos casos: la responsabilidad estatal de asegurar el financiamiento necesario para respaldar las pensiones de quienes quedaron activos en el subsistema solidario, afectando así a prácticamente toda una generación.
Hoy lo sectores económicos dominantes y de la partidocracia que de manera consciente e irresponsable generaron el problema no solo tratan de ocultar el origen del mismo. También intentan cargar el costo sobre los trabajadores cotizantes, imponiendo medidas tales como el incremento de la edad de jubilación, el aumento del número de cuotas requeridas y la reducción del cálculo de las pensiones. Se trata de mecanismos, que por su naturaleza, implican un fraude que afecta a toda una generación que pese a cumplir con sus obligaciones sociales sería tratada sin solidaridad. Su aplicación sería el triunfo de la codicia sobre la solidaridad.
La real y verdadera solución esta, en primer lugar, en volverle a dar el espacio de solidaridad necesario al sistema de seguridad social. En segundo lugar, en entender que los aportes del Estado serán fundamentales para estabilizar el sistema. El país necesita en este y otros aspectos de una efectiva aplicación de los principios de la justicia social.
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